Por Carmen Muñoz de González
Cuando en Villa de Cura había casas grandes, espaciosas, con patios centrales adornados de flores sencillas, para nada exóticas, sino dama de la noche con su suave fragancia que invita al placer y romance en luna llena; la de papagayo, que en época de Navidad homenajeaba al Niño Jesús con sus ramilletes rojos y la enredadera de parchita, semejando bambalinas relucientes al sol y, sobre todo, sus tres ventanas imponentes al transeúnte...Allí, en la Calle Real, Principal, del Medio o Bolívar, se encontraba la casa de las señoritas Peñas Urrieta, distinguidas damas descendientes directas del Conde de Peñas Torres.
Ellas, estiradas -como se decía en la época- daban clases de catequesis, tocaban piano, guitarra y hasta lira. Una era soprano. Entre abundancia y abolengo pasaron su infancia, adolescencia, adultez y vejez...ay, niña, ¡Adulto mayor! como se dice ahora.
Eran seis hermanas, entre ellas una soprano, una religiosa, una maestra y una bebedora. Había una a la que encantaba tomar una copita, eso sí, por salud. Alguien le recomendó una copita antes del almuerzo porque era muy flaquita y esto ayudaría en la recuperación de carnita en su cuerpo. Pero el hábito se hizo muy fuerte y hasta su "carterita"* tenía debajo de la blusa de seda y encajes franceses.
No habiendo encontrado el más culto y refinado pretendiente para contraer nupcias por aquello de sangre pura -como si fuesen yeguas- se les pasó el tren y llegó la ancianidad.
Al veloz paso del tiempo nada lo detiene. Llega y listo. Nada logran las cremas y pócimas dizque milagrosas. Una a una fueron desapareciendo. La última en quedar: Dolores de los Remedios. Solo se la veía sentada en el pollo de su ventana.
Una tarde se extrañó no verla. Habían pasado ya varios días y un niño fizgón se asomó por una rendija de la ventana y la vió sentada cerca de ella.
Despavorido corrió a su casa:
-¡Papá, papá, allá está la señorita Lola!
-Claro, como siempre.
-¡No! ¡Tiene telarañas y está verde!
-¿Cómo? -Interpela el padre. Deja su consultorio y sale apresurado en dirección a la vieja casa.
En efecto, logra empujar la vieja ventana y allí estaba ella. Hacía rato que había muerto sola y triste. Con sus recuerdos y majaderías de abolengo.
La casa fue comprada, derrumbada y ahora hay un buen edificio con locales comerciales llenos de gente de todo tipo, hasta de diversidad de género. El dueño: el nieto de la empleada de la casa, la que solía entrar por el portón de campo o garage, la que sólo servía para trabajo doméstico. Sus hijos crecieron y los hijos de sus hijos se prepararon, estudiaron y adquirieron bienes, pero no de abolengo ni de estirpe, sino del conocimiento, dela preparación académica, de la mejor herencia que un padre deja a un hijo: el estudio. Y, como dice el refrán: Nadie sabe para donde va hasta que llega...¡Qué cosa...! ¿No?
*Carterita: Llámase en esta forma en Venezuela a la botella de licor de menor tamaño.
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