Por: Carmen Muñoz de González
En cada rincón de mi país hubo una partera. Digna mujer destinada a la bella labor de ayudar a las madres a traer niños y niñas al mundo.
Podían estar en el campo, en la siembra, en su conuco. O en los pueblos de mar limpiando el pescado o haciendo conservitas de coco. O en las frías montañas de los pueblos andinos atendiendo la melaza para el rico papelón. Pero apenas requerían sus servicios dejaban todo por ir corriendo a socorrer a las parturientas.
¿Con qué podían contar aquellas mujeres? Con la luz divina de Dios, la estampita de San Ramón Nonato y su buen cuchillo para cortarle el maruto al recién nacido.
Unas fumaban tabaco, otras cigarrillo – hasta con la candela pa’dentro- y otras, al terminar la labor, también se echaban su guamazo para celebrar los miaos. Y si la parturienta era de buenos recursos hasta hervido de gallina picatierra se disfrutaban. Todo para reponer las fuerzas y asegurarse ya del próximo barrigón.
Mi pueblo no se escapa a ello. Aquí, en Villa de Cura, también teníamos nuestras mamás: Rosa Colmenares, Juana Méndez, Fulgencia Izaguirre, Irene Agraz, Josefa Cedeño, Alejandra Castillo, Consuelo Arreaza, Damiana Villanueva, Piedad Herrera, Josefina Naranjo, Petra Mezone (Aún viva en los Valles del Tucutunemo).
Con pinzas, maletín y demás hierbas aromáticas las más refinadas y algunas acompañando a médicos de aquí como el Dr. Rondón y Fernandez, con dedicación, esmero y paciencia – y hasta sabiduría – realizaban el parto. Hasta los vecinos se involucraban. Cada quien tenía su oficio: Calentar el agua, abrir el hoyo para enterrar la placenta, buscar periódicos que servirían de centros de cama –cuando eso no manchaban con tinta como ahora-.
Cuando nacía el guariche o la guaricha le daban su nalgada y el llanto se oía, los papás alegres se ponían ¡Ese era otro para el conuco o la molienda!
Cuarenta días pasaba esa parturienta con la cabeza envuelta en un rollete para que no le pegara ni el sereno. Le daban su bebedizo para que aflojara todo lo malo que quedaba adentro. Ni siquiera una miradita, contimás una tocadita al progenitor de la criatura. Y la partera allí todos los días, a revisar el muchachito o muchachita o los morochitos y celosa con el ombligo, que se mantuviera seco por aquello de que no les diera a los niños el mocezuelo.
Qué diáfana labor la de esas mujeres, qué vínculo de amor, fraternidad se enlazaba entre ellas.
También sobaban la barriga durante el embarazo y le daban la vuelta al niño si había tomado mala posición.
Cuando avanzó la ciencia fueron dejadas de un lado.
Era un legado ser partera. Se transmitía de madre a hija.
Nunca se negaban a asistir a un parto, tronando, lloviendo o relampagueando.
En mi pueblo había una partera que andaba en burra. Montaba de medio la'o, llevaba los implementos en un saco colga'o, se iba al conuco y si alguna parturienta tenía dolor dejaba su batata, topocho, ñame, frijol, quinchoncho a recoger la cosecha en canasta y con el tripón encuadrila'o corría a socorrer.
Se le daba a la parturienta en una totuma carato de maiz cariaco para que la leche que saliera de la madre dejara jartico al tripón o la tripona hasta la otra toma.
COMENTARIOS:
De: Yessica Herrera La señora Fulgencia Izaguirre ayudó a mi mamá a tener 2 hijos de ella en la casa ¡Hace tantos años de eso!
Sitio web de la imagen: http://weblogs.larazon.com.ar/fototeca/category/fotos_en_la_web/
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